Abstract | dc.description.abstract | La prohibición de la tortura en el Derecho Internacional es ubicua. Es tal su presencia y consagración jurídica que podríamos decir que es al Derecho Internacional lo que la prohibición del incesto a la antropología social. Pocas veces ha existido un consenso tan generalizado en la comunidad internacional para institucionalizar, en términos prohibitivos, un tipo de conducta en el campo jurídico. A primera vista, la prohibición de la tortura concita la adhesión de todos los sectores políticos y de todos los regímenes institucionales, se trate o no de democracias, expresándose, en dicho consenso, un umbral que define una suerte de límite de civilización.
Sin embargo, el consenso y consagración que encontramos a nivel jurídico no siempre encuentra un correlato efectivo en la práctica de todos los gobiernos. Particularmente, en ciertos períodos cruciales, cuando las crisis políticas o sociales se despliegan con toda su fuerza, se abre una brecha entre legislación y práctica. Es por ello que nos vemos obligados, de tanto en tanto, a volver sobre el consenso, sobre los supuestos, y a revisar, una vez más, aquello que dábamos por sentado.
La dificultad de esta revisión radica en que enfrentarse a la tortura es siempre complejo, ya sea por las diversas aristas conceptuales que contiene dicho fenómeno, como por las consecuencias que tienen estas últimas en el campo de la ética. Y es que la tortura compromete al analista en el campo del valor, puesto que cualquier esquema conceptual que elabore en el plano teórico, tendrá consecuencias directas en los principios a través de los cuales entendemos la justicia y, con ella, el valor de la vida misma. No hay lugar pues para el observador distante, para el astrónomo de las cosas humanas, para entender la tortura desde el extrañamiento y la imparcialidad. | |