Abstract | dc.description.abstract | El ser humano olvidó que puede evocar lo esencial. En los rostros de la ciudad, la ansiedad de quienes van de un lado a otro buscando soluciones, evidencia que ya no logran detenerse donde estén para dar espacio a la tregua que surge de su propio interior. La atracción por la gravedad es fatal, cejas caídas como hojas de otoño y miradas ancladas en charcos que reflejan el cielo gris. Lo inexplicable ya no invade las calles con aura misteriosa, ahora es un mendigo desilusionado que duerme siestas cubierto por diarios. Nos abrigamos cada vez más, y la primavera se congela afuera de la fortaleza de explicaciones, como bufandas que se enroscan sobre nuestra garganta.
Vivir es conocer, quién conoce hace arder su fuego interior y de ese incendio que se esparce por el mundo florecen nuevos soles. Es el ascenso de una montaña que tiene la cima rodeada por nubes que la convierten en un abismo alegremente incierto. Algunos se quedan describiendo las figuras de algodón, espejismos que confunden la sed con la fuente. Otros se maravillan calculando la distancia que los separa de las alturas, hasta que la nieve inunda de blancura sus venas. Los primeros instantes todos ven senderos que el asombro insinúa, pero antes de dar los primeros pasos las explicaciones de los expertos los desdibujan, contestan antes de la pregunta atando torpemente los cabos sueltos de lo desconocido. Y la montaña azul sigue ahí. No tocamos el suelo, deambulamos por la playa del pensamiento, como náufragos varados en mares de papel.
Existimos en una realidad que se pone disfraces para invitarnos a descubrirla entre sus ondulaciones. Sólo hay que comenzar la travesía, el espíritu es el único equipaje necesario. Conocer no es correr desesperados buscando refugios de las tormentas, es avanzar desnudos de certeza hasta el cielo azul, permitiendo que la bocanada de aire fugaz sea la respuesta para seguir adelante en las encrucijadas del camino. Frente a la perspectiva de conocer como acontecer de la experiencia, trayecto sin pasos determinados que conduce a la verdad que libera, la reflexión sobre escritura y lectura adquiere gran relevancia. La expresión escrita está tan integrada a nuestras vidas que leemos como ciegos: “Transformadas en golosinas, las obras son literalmente deglutidas, ya que no gustadas, por lectores apresurados y distraídos” advierte Octavio Paz en el prólogo a Las Enseñanzas de don Juan: Una forma yaqui de conocimiento. El lector se ha vuelto incapaz de reflexionar el eco de las palabras en su interior, compara las visiones del autor con lo que enmarca el catalejo gastado de su mirada, sin considerar nuevos itinerarios para su aventura. El sujeto no advierte la imposibilidad de leer la inabarcable cantidad de libros existentes, ni de contener dentro de si las múltiples posibilidades que se originan en los textos. Seguir las pistas para explicar esa trama infinita es obsesionarse por explicar un laberinto, olvidando el secreto que abriga en el centro. En cada conversación sale a relucir el filo cortante del saber, como un sable separa el camino de amigos que se vuelven cada vez más taciturnos.
Hemos domesticado a las palabras, ahora son mordazas para darle voz definida al pensamiento. Transformadas en jaulas donde encerramos a las cosas, podemos dedicarnos a los asuntos que creemos importantes. Julio Cortázar las llamó, atrincherado tras uno de sus personajes, las perras negras Como él, muchos han tratado que vuelvan a ser jarrones que contengan océanos, estallando para devolvernos la visión del mar que ahogamos con inútil precisión. Y es que son mecanismos de relojería misteriosa, no todo encaja a primera vista, ni para el relojero. Sus raíces se hunden insondables, cada vez que tiramos de una de ellas nos trae imágenes lejanas. Es necesario escuchar el silencio que anida pájaros entre los espacios del abecedario. | en_US |