Abstract | dc.description.abstract | A mediados de la década pasada, cuando Internet fue proclamado como el gran avance tecnológico que revolucionaría al ámbito de las comunicaciones y, por extensión, a la sociedad en su conjunto, no fueron pocas las voces que se mostraron escépticas ante colosal expectativa.
Aseveraron que el tiempo demostraría lo contrario, que se trataba de una invención mediática más, que sus supuestas bondades se reducían a simple parafernalia digital, y que, tal como sucedió en su momento con el cine, la radio y la televisión, caería por su propio peso.
Pasada casi una década desde aquellos días, la incredulidad ilustrada no trascendió la anécdota y los hechos han terminado por dar la razón a quienes soñaron en la red a la aldea global que el sociólogo Marshall McLuhan había profetizado en los años ’60. Es cierto. Internet se ha convertido en una herramienta imprescindible de este orbe globalizado, y nuestro mundo tal como hoy lo conocemos no puede ser entendido sin su existencia.
Y tal como se anunciaba, la teleñara informática ha traspasado las barreras de la información, enebrando sus hilos en todo aspecto de la vida humana. Ni siquiera la esfera privada escapa a su influencia y ya no resulta extraño que comunidades enteras se hayan erigido en invisibles pilares de códigos binarios.
“¿Comunidades no físicas? ¿Es eso posible?”, se preguntarán los mismos señores escépticos, y en cualquier parte del planeta hallarán la respuesta. Incluso aquí en Chile, con miles de pequeñas tribus de internautas que en el anonimato arácnido construyen un nuevo concepto de grupo social, aquél donde la interacción humana deja atrás milenios de obstáculos, etiquetas y discriminaciones. Aquél que, a continuación, hemos de presentar. | en_US |