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Professor Advisordc.contributor.advisorRebolledo Gonzalez, Maria Loreto
Authordc.contributor.authorDragnic García, Paola 
Staff editordc.contributor.editorInstituto de Comunicación e Imagen
Admission datedc.date.accessioned2016-08-08T20:58:04Z
Available datedc.date.available2016-08-08T20:58:04Z
Publication datedc.date.issued2015
Identifierdc.identifier.urihttps://repositorio.uchile.cl/handle/2250/139953
General notedc.descriptionMemoria para optar al título de Periodistaen_US
Abstractdc.description.abstractManuel no podía ir esa tarde a la plaza. Su mamá le había hecho un encargo que debía cumplir de forma “urgente”. En el curso todos teníamos entre 11 y 12 años, así es que el panorama en esas tarde primaverales de 1986 -a las que yo me adaptaba lentamente tras mi llegada de Venezuela-, incluian comer unos helados Pingüino de 50 pesos, jugar algunos flipper en La Quintrala y luego “vegetar” en plaza Chile-Perú en la comuna de La Reina, en Santiago. La verdad es que nada excepcional, pero nos gustaba andar “en patota” cuando los días se alargaban y comenzaba el calor. Pero Manuel no podía… a menos de que terminara la misión encomendada por su madre. “Tengo que ir a la casa a buscar a los perros que nacieron ayer para tirarlos al canal. Y son caleta. ¿Por qué no me acompañan y así la hacemos corta?”, dijo a la salida de la escuela, mientras yo intentaba descifrar lo que realmente estaba diciendo, porque no podía dar crédito a la acción que nos proponía hacer; así es que pensé que, como en otras ocasiones, había una brecha cultural que no me dejaba entender lo que se hablaba en el grupo. El acento chileno y particularmente la jerga de algunos de mis compañeros, me resultaba realmente compleja. Me demoraba en entender y muchas veces no lo lograba. Preguntaba qué, y me respondían “te lo emboqué”. Si preguntaba ¿Ah?, me respondían “hasta la mitad”. No entendía, pero todos se reían y nadie me repetía o explicaba aquello que no había logrado escuchar bien. Sólo cuando pasé a 7ª básico, supe que esa era una forma despectiva de referirse a la penetración sexual forzada que incluía un tono de humillación bastante desagradable para mí, pero que hacía furor humorístico en la escuela particular #339 de La Reina, la única del barrio semi-cuico que recibía retornados, exiliados a 7 medias y a los hijos naturales, como me había enterado hace poco, era mi condición dada la legislación chilena vigente entonces. Así es que aunque entendí técnicamente lo de “tirar los cachorros al canal”, con todas esas brechas culturales, preferí no ser humillada una vez más y me ahorré que me lo embocarán simbólicamente camino a la casa de Manuel, a la espera de entender el posible eufemismo. Lo esperamos en la esquina. Se demoró algunos minutos, hasta que salió con una bolsa negra en la mano. “Ya chiquillos vamos, por suerte se murieron varios, así es que son cuatro no más los que hay que tirar”. Sentí un retorcijón en mi guata. Tomé la bolsa por abajo, estaba tibia y algo se movía. Todos siguieron caminando, y mientras Manuel decía que el canal San Carlos estaba justo a la derecha, abrí la bolsa y vi a unos perros diminutos, con los ojos aún cerrados que boqueaban como buscando una teta o quizás intentando respirar. Otro retorcijón de guata esta vez me paralizó. “¿Tu estas enfermo de la cabeza?”, le grité a Manuel, que se dio vuelta sorprendido ante mi reacción. Seguí increpándolo. “Como se te ocurre hacer esto. Los perros necesitan leche, se están muriendo”. Manuel me miró extrañado y me respondió: “bueno, esa es la idea. La Chola tiene perros varias veces al año”, dijo y se dio vuelta para seguir su paso. Yo no pude avanzar más. Tenía la bolsa en mis manos y mi cabeza estaba en ebullición. Hasta ese momento, había visto cosas raras en Chile pero esto ya era -para mí- simplemente de otro mundo. Ellos siguieron caminando, y yo solo atiné a correr fuerte en sentido contrario. Escuché risas a lo lejos, pero estaba tan nerviosa, que sólo apreté todo mi cuerpo para acelerar el tranco. Llegué a casa, y aunque intentamos reanimar a los perros, todos fueron muriendo al poco rato. Nunca voy a olvidar esa tarde. Tenía sólo 12 años y el desafío de aprender muchas cosas nuevas en este país al que llegaba a instalarme con un poco de 8 temor por lo que hablaban los chilenos avencidados en Venezuela sobre Pinochet y su Dictadura, pero también con un resto de ansiedad por conocer a esta otra familia. Sin embargo, de todos los estímulos que en ese entonces recibía, este marcaría para siempre mi vida, porque cuestionó un tema que durante mi primera infancia había sido parte sustancial de mi desarrollo: la cercanía empática y natural con los animales en el entorno selvático de la periferia de Caracas, donde guacamayas, osos perezosos, culebras, murciélagos y por supuesto perros de distintos lados, visitaban mi calle y mi jardín diariamente. En Venezuela también existían entonces y existen hasta hoy muchas prácticas de crueldad y maltrato contra los animales, pero yo no las había visto hasta ese momento. Por eso, aquella tarde cambió mi percepción y visibilizó una realidad de crueldad y “desechabilidad” de los animales que no había percibido antes. Por supuesto, en ese contexto de sólo 12 años, desde esa tarde mi relación con Manuel, con la “patota” de la escuela y con Chile, no fue igual; ni en el imaginario de mis relaciones sociales, ni tampoco en lo concreto, puesto que comencé a ver lo que ocurría con los animales, como decía Manuel, a la vuelta de la esquina.en_US
Lenguagedc.language.isoesen_US
Publisherdc.publisherUniversidad de Chileen_US
Type of licensedc.rightsAtribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Chile*
Link to Licensedc.rights.urihttp://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/3.0/cl/*
Keywordsdc.subjectMaltrato animalen_US
Keywordsdc.subjectIndustria animalen_US
Keywordsdc.subjectCrueldaden_US
Keywordsdc.subjectIndustria de la carneen_US
Títulodc.titleLa conexión entre la crueldad con los animales y la violencia humanaen_US
Document typedc.typeTesis


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