Abstract | dc.description.abstract | Manuel no podía ir esa tarde a la plaza. Su mamá le había hecho un encargo
que debía cumplir de forma “urgente”. En el curso todos teníamos entre 11 y 12
años, así es que el panorama en esas tarde primaverales de 1986 -a las que yo me
adaptaba lentamente tras mi llegada de Venezuela-, incluian comer unos helados
Pingüino de 50 pesos, jugar algunos flipper en La Quintrala y luego “vegetar” en
plaza Chile-Perú en la comuna de La Reina, en Santiago. La verdad es que nada
excepcional, pero nos gustaba andar “en patota” cuando los días se alargaban y
comenzaba el calor. Pero Manuel no podía… a menos de que terminara la misión
encomendada por su madre.
“Tengo que ir a la casa a buscar a los perros que nacieron ayer para tirarlos
al canal. Y son caleta. ¿Por qué no me acompañan y así la hacemos corta?”, dijo a
la salida de la escuela, mientras yo intentaba descifrar lo que realmente estaba
diciendo, porque no podía dar crédito a la acción que nos proponía hacer; así es
que pensé que, como en otras ocasiones, había una brecha cultural que no me
dejaba entender lo que se hablaba en el grupo.
El acento chileno y particularmente la jerga de algunos de mis compañeros,
me resultaba realmente compleja. Me demoraba en entender y muchas veces no lo
lograba. Preguntaba qué, y me respondían “te lo emboqué”. Si preguntaba ¿Ah?,
me respondían “hasta la mitad”. No entendía, pero todos se reían y nadie me
repetía o explicaba aquello que no había logrado escuchar bien.
Sólo cuando pasé a 7ª básico, supe que esa era una forma despectiva de
referirse a la penetración sexual forzada que incluía un tono de humillación bastante
desagradable para mí, pero que hacía furor humorístico en la escuela particular
#339 de La Reina, la única del barrio semi-cuico que recibía retornados, exiliados a
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medias y a los hijos naturales, como me había enterado hace poco, era mi condición
dada la legislación chilena vigente entonces.
Así es que aunque entendí técnicamente lo de “tirar los cachorros al canal”,
con todas esas brechas culturales, preferí no ser humillada una vez más y me
ahorré que me lo embocarán simbólicamente camino a la casa de Manuel, a la
espera de entender el posible eufemismo.
Lo esperamos en la esquina. Se demoró algunos minutos, hasta que salió
con una bolsa negra en la mano. “Ya chiquillos vamos, por suerte se murieron
varios, así es que son cuatro no más los que hay que tirar”. Sentí un retorcijón en mi
guata. Tomé la bolsa por abajo, estaba tibia y algo se movía.
Todos siguieron caminando, y mientras Manuel decía que el canal San
Carlos estaba justo a la derecha, abrí la bolsa y vi a unos perros diminutos, con los
ojos aún cerrados que boqueaban como buscando una teta o quizás intentando
respirar. Otro retorcijón de guata esta vez me paralizó. “¿Tu estas enfermo de la
cabeza?”, le grité a Manuel, que se dio vuelta sorprendido ante mi reacción. Seguí
increpándolo. “Como se te ocurre hacer esto. Los perros necesitan leche, se están
muriendo”. Manuel me miró extrañado y me respondió: “bueno, esa es la idea. La
Chola tiene perros varias veces al año”, dijo y se dio vuelta para seguir su paso.
Yo no pude avanzar más. Tenía la bolsa en mis manos y mi cabeza estaba
en ebullición. Hasta ese momento, había visto cosas raras en Chile pero esto ya era
-para mí- simplemente de otro mundo. Ellos siguieron caminando, y yo solo atiné a
correr fuerte en sentido contrario. Escuché risas a lo lejos, pero estaba tan nerviosa,
que sólo apreté todo mi cuerpo para acelerar el tranco. Llegué a casa, y aunque
intentamos reanimar a los perros, todos fueron muriendo al poco rato.
Nunca voy a olvidar esa tarde. Tenía sólo 12 años y el desafío de aprender
muchas cosas nuevas en este país al que llegaba a instalarme con un poco de
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temor por lo que hablaban los chilenos avencidados en Venezuela sobre Pinochet y
su Dictadura, pero también con un resto de ansiedad por conocer a esta otra familia.
Sin embargo, de todos los estímulos que en ese entonces recibía, este
marcaría para siempre mi vida, porque cuestionó un tema que durante mi primera
infancia había sido parte sustancial de mi desarrollo: la cercanía empática y natural
con los animales en el entorno selvático de la periferia de Caracas, donde
guacamayas, osos perezosos, culebras, murciélagos y por supuesto perros de
distintos lados, visitaban mi calle y mi jardín diariamente.
En Venezuela también existían entonces y existen hasta hoy muchas
prácticas de crueldad y maltrato contra los animales, pero yo no las había visto
hasta ese momento. Por eso, aquella tarde cambió mi percepción y visibilizó una
realidad de crueldad y “desechabilidad” de los animales que no había percibido
antes.
Por supuesto, en ese contexto de sólo 12 años, desde esa tarde mi relación
con Manuel, con la “patota” de la escuela y con Chile, no fue igual; ni en el
imaginario de mis relaciones sociales, ni tampoco en lo concreto, puesto que
comencé a ver lo que ocurría con los animales, como decía Manuel, a la vuelta de la
esquina. | en_US |