El día más frío de otoño que recuerdo, ocurrió el miércoles 4 de mayo del
2005 en Lonquimay. Los patios y techos de las casas del pueblo acumulaban la
primera nieve importante de la temporada, caída en la madrugada, y se
anticipaba un invierno crudo.
Durante la mañana, la nieve se derritió bajo un sol refulgente y como
fuertes chorros de agua cayó desde las canaletas, mientras el viento hacía crujir
las hojas de los árboles. Esos sonidos nítidos de la naturaleza me despertaron y
reavivaron al inicio del día, envolviéndome el valle con sus brazos de cordillera
Andina, al Este de la Araucanía.
Los mejores recuerdos de los ocho meses que viví en ese lugar, son del
aire que se respira profundo y puro que oxigena hasta los huesos; de los tonos fosforescentes del paisaje al no haber más intermediario entre los ojos y el
entorno, que una atmósfera cristalina que colma de brillo y nitidez el escenario y
lo eleva a un grado de máxima pureza; y del agua fresca, helada, limpia.
Lonquimay conserva su ortodoxia primitiva, comparable sólo a sitios donde el
entorno natural impacta por su belleza.
Yo estaba de paso. Había regresado desde Santiago para celebrar
despedidas el fin de semana y tratar de disimular las horas pasadas a la
distancia, desde que dejé Lonquimay. En cinco días había no sólo que creer, sino
sentir y hacer sentir que uno sigue ahí y lo hará por siempre. Perdurar en el tiempo como si éste no pasara o como si pasara siempre igual. Compartir con los
amigos, condensadamente, temiendo inevitables ausencias que cíclicamente son
compensadas por nuevos personajes, nuevas historias y situaciones.
Avanzaba el día y con él se cerraba un paréntesis. La tarde pálida se
enfriaba cada vez más, frecuentada por ráfagas de viento y nieve que se
multiplicaban con las horas, advirtiendo el rigor que regiría el resto del otoño e
invierno 2005.