Entre los años 1997 y 2002, doce jóvenes murieron en Puerto Aysén, Chile.
Sus cuerpos aparecieron flotando en el río.
Tragedia como pocas, sacudió a una de las regiones más abandonadas del
país, y sus lágrimas tuvieron un débil eco en los medios. Nunca se dio una explicación
satisfactoria, ni a sus familiares ni a la opinión pública, y se barajaron historias de toda
índole, desde la trillada depresión adolescente, la presencia de una red de narcotráfico
ligada a militares, hasta la supuesta posesión demoníaca del puente característico de
la región. “Nada de qué preocuparse” fue la versión oficial, contradiciendo, por
supuesto, la aflicción de los deudos directos. El arquetipo de toda buena novela de
misterio.
Así como éste, acontecimientos abiertos o inexplicables suceden todos los
días en cada rincón del globo, y adoptando el cliché como mi motor, no dejo de
convencerme que la realidad supera a la ficción. Si bien este caso de suicidio múltiple
tiene tantas aristas como para realizar un acucioso y profundo reportaje, creo que el
modo literario es lo que más se ajusta a su carácter de misterio y desolación. Al no
tener una respuesta contundente, me parece más interesante tomar el riesgo de
construir un imaginario a partir del hecho, que simplemente reproducirlo o darlo a
conocer, como ya lo han hecho innumerables medios de comunicación. El fruto de esa
“osadía” llena estas páginas.
Los casos sin resolver son fuente inagotable y recurrente en buena parte de
la literatura contemporánea. Chile no se queda atrás.
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