Abstract | dc.description.abstract | Este pensamiento, de uno de los directores estadounidenses más destacados e influyentes de las últimas décadas en el cine de su país, resume uno de los grandes problemas a los que se han visto enfrentado los realizadores de filmes durante toda la historia del cine. Y es que esta actividad fue concebida como una empresa desde sus comienzos. En los primeros años, donde solo se filmaban o se reproducían acontecimientos de manera documental, fue una novedosa atracción de ferias de entretención. Las multitudes quedaban maravilladas con las breves situaciones de la vida cotidiana que se presentaban en galpones improvisados tras pagar una entrada. El cine, no lo olvidemos, nació en un tiempo en que las patentes de registro eran el premio en dinero y fama para los inventores de extraños aparatos y sistemas. En 1895 ya se podía notar el fabuloso éxito obtenido por los raros inventos que se sucedieron desde la segunda mitad del siglo XIX. La ampolleta incandescente de Edison, y su posterior instalación eléctrica, dio a su creador una de las fortunas y prestigio más grandes de los Estados Unidos. Los sistemas de comunicación a distancia, como el telégrafo y el teléfono, proporcionaron a sus creadores importantes ingresos económicos. O el desarrollo de la fotografía, que dio fama y dinero a las primeras empresas que se dedicaron a comercializar este tipo de productos. No es de sorprenderse, entonces, que los hermanos Lumiere hayan visto en esta novedosa creación un modo de sustentación y de fortuna. Sin embargo, a diferencia de los productos mencionados anteriormente, el cine fue visto como un elemento de entretención de las multitudes. Y esto necesitaba de un negocio organizado y rentado.
El cine creció como una industria más. Cada film era un producto comercial que se consumía por grandes multitudes que, desde un primer momento, vio en las pantallas el reflejo de sus realidades personales y de grupo. Y esto por una razón muy simple: era la primera manifestación humana que permitía ver, de manera más o menos objetiva y en movimiento, al hombre en su entorno, con sus máquinas, sus expresiones y sus actos. No solo uno, sino que muchos. Bailes y risas, que luego eran matizados con acciones humorísticas o dramáticas. Sumado a ello, una cercanía respecto a los protagonistas, que redundaba en una emotividad superior. Se podía ver un paisaje, luego una mujer a lo lejos, y de inmediato, el detalle de los ojos de esa mujer, que presentaba una actitud determinada. El cine lograba llenar varios de los sentidos que otras actividades, principalmente las artísticas, solo conseguían de manera parcial. Cuando a estas imágenes fotográficas en movimiento se les unió la representación dramática, esta industria de entretención adquirió cada vez más, un rasgo peculiar que la diferenciaría de forma radical de las demás industrias y factorías.
No olvidemos otro factor. Dichas multitudes se multiplicaban por varios cientos en diversas ciudades de un país y veían exactamente el mismo espectáculo. Las copias de las cintas lograban uniformidad y rotación tales, que otras representaciones o actos artísticos jamás podrían lograr. Esto contribuyó a que las empresas dedicadas al rubro comenzaran a desarrollarse de manera abrumadora.
La llegada de realizadores, actores y productores con una sensibilidad y transgresión distintas, permite que al cine se sume a esta extraña nomenclatura (ser un evento masivo, comunitario y generador de recursos económicos), una estética propia que lo va a convertir en uno de los siete artes del hombre, como comenzó a denominarse con el correr de las primeras décadas de este siglo.
Y precisamente va a convertirse, con el paso del tiempo y de su evolución técnica y profesional, en la expresión artística que va a contrabandear más elementos de las demás artes: del teatro, la actuación y la estructura de trabajo de los libretos; de la literatura, las historias y la descripción de ambientes - que se convierten en el cine en un factor audiovisual vital; de la música y de la danza, los ingredientes imprescindibles para presentar un filme; y de la fotografía, el soporte estético y técnico necesarios para presentar una imagen bien construida, como también sucede con su predecesor, la pintura.
El cine, como arte, tiene cierto paralelismo con lo ocurrido durante el Renacimiento. En ese período, en donde se consiguieron avances técnicos, científicos e ideológicos revolucionarios, las artes tuvieron un auge que no se había visto desde la Antigua Grecia, en Occidente. Los realizadores de obras artísticas, en los comienzos de este momento histórico que se caracterizó por elevar al hombre burgués como protagonista de su tiempo y espacio, no podían denominarse “artistas”, ya sea por falta de tiempo o porque eran conocidos dentro del gremio de los artesanos como trabajadores que realizaban obras decorativas o de uso común para los burgueses, sus empleadores.
Es más, muchos de los trabajadores en arte habían aprendido su oficio y siguieron trabajando en los denominados “talleres artísticos”, lugar en el que se desarrollaban las labores artesanales. Su dueño, generalmente un artista viejo y reconocido, o un burgués con el suficiente criterio estético y dinero para solventar dicho taller, tenía a su haber una cantidad de colaboradores que desarrollaban los trabajos que muchas veces eran obras enteramente realizadas en su totalidad por ellos, pero que resultaban de la autoría del taller.
“Hay también propietarios de talleres que son más bien empresarios que artistas, y por lo general solo reciben encargos para hacerlos ejecutar por un pintor adecuado. A esta clase parece haber pertenecido también Evangelista de Predis, de Milán, que durante una época proporcionó trabajo, entre otros, a Leonardo” .
Si bien estos Talleres Artísticos fueron evolucionando y los artistas que allí se desarrollaron lograron una independencia que les permitió hacerlos conocidos, este sistema artesanal nos hace pensar que el arte, muy por el contrario de lo que se piensa, puede nacer como una necesidad, en este caso puede señalarse que de lujo, pero dada la naturaleza utilitaria y de historicidad de la naciente clase burguesa, es comprensible. El arte en El Renacimiento, con toda la explosión que generó, fue consecuencia de dos aspectos claros: los avances técnicos y científicos, con la aparición de una mayor gama de colores y el desarrollo de la perspectiva y profundidad de campo en la pintura, por un lado; y las elevadas necesidades de la casta burguesa italiana, aquella que luchó muchos años contra la nobleza, por el otro.
El artista renacentista, que vio dramáticamente cambiado su escenario con la aparición del genio de Miguel Angel una vez que su estatus fue reconocido como tal, también debió luchar contra los designios casi comerciales de sus benefactores, quienes, por su naturaleza, intentaban influir claramente en la obra estética de los creadores. Las relaciones entre Mecenas y artistas resultaban muchas veces paradojal, ya que, si bien los primeros deseaban ayudar a los segundos, su influencia resultaba muchas veces negativa. Las pinturas a trato, o las esculturas para embellecer algún palacio señorial, eran vigiladas constante y celosamente por sus próximos dueños.
Volvamos al cine. Si bien en el caso de las artes renacentistas no hubo una producción de obras para el consumo masivo, si existió una presión significativa por la obra en sí. Pero el artista renacentista tenía una ventaja: era considerado como tal, por lo que hacía prevalecer su talento por sobre las cosas. En el cine, desarrollado como un bien de consumo desde los comienzos, la creación artística se ha visto entrampada y solo verdaderos transgresores o creadores, una vez asentado su prestigio, han podido desarrollar proyectos personales.
Ya dijimos que el cine es un medio masivo, pero que además logra atrapar gracias a la oscuridad. Hegemoniza al espectador, quien está sentado junto a otros cientos que no tienen otra alternativa que mirar hacia el único lugar donde se emite luz. El cine funciona, entonces, como una ventana de escape a la oscuridad. Y el arte aparece cuando el hombre, sentado enfrente de ese lienzo, comienza de manera comunitaria a verse, esto es, a encontrarse con sus identidades y, peor aun, con su inconsciente. Y es por eso que gusta. La industria cinematográfica, como el Mecenas, también se ve enfrentada a un punto contradictorio, pero necesario. Todas aquellas transgresiones del alma, del inconsciente humano, como aquellas identificaciones, son las que gustan y logran emocionar al auditorio de la sala.
Es por eso que la convivencia entre industria y arte es posible en el cine. Y por esta razón es que también ha logrado crear una nueva concepción de la cultura en este siglo. La denominada cultura de masas. | en_US |