Augusto Pinochet, once veces su muerte
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Serán pocos hoy los analistas políticos, historiadores y estudiosos de la realidad socio cultural de nuestro país, a quienes quepa alguna duda de que Augusto José Ramón Pinochet Ugarte (1915-2006) − ex comandante en Jefe del Ejército de Chile, quien encabezó el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 que terminó con el gobierno del presidente socialista Salvador Allende−, es uno de los personajes más importantes del siglo XX de nuestro país. Tampoco hay gran discusión entre la comunidad internacional, en cuanto a que Pinochet fue uno de los dictadores latinoamericanos más cruentos y corruptos del siglo que recién pasó. Ambas connotaciones salieron más que nunca a relucir el día y los días que siguieron a su muerte el 10 de diciembre de 2006. Los 17 años que duró la dictadura de Pinochet dejaron un saldo de más de 3.000 ejecutados políticos, la desaparición de más de mil ciudadanos, la tortura de cerca de 30 mil personas y el exilio político y económico de casi un millón de chilenos. No obstante, el ex general fue astuto. Y esa colorida libertad que la gente celebró, gritó y lloró en el plebiscito de octubre de 1988 cuando triunfó el “NO” a Pinochet y el paso a las tan esperadas elecciones democráticas del país, fue finalmente un triunfo de corto alcance. El general no partía. No estaba entre sus planes. La legislación que él mismo mandó a crear en su régimen lo mantendría en el poder − aunque no de igual forma−, por casi dos décadas más.
Pinochet murió a los 91 años sin ser condenado por los crímenes cometidos durante su régimen de los que fue acusado hasta los últimos días de su vida. Tampoco fue condenado por el llamado Caso Riggs, investigación por malversación de fondos públicos que se llevaba adelante en su contra desde 2004 y la cual le valió un importante quiebre con parte de la derecha chilena2. La única derrota de Pinochet en términos judiciales fue su detención en Londres, Inglaterra, donde el 16 de octubre de 1998 la justicia lo arrestó e inició un proceso de extradición a España liderado por el juez Baltazar Garzón3, quien lo acusó de las muertes de un grupo de ciudadanos españoles entre el 11 de septiembre de 1973 y el 31 de diciembre de 1983 en Chile, delitos que caían en la jurisdicción de la Sala Quinta de la Audiencia Nacional de Madrid y del Gobierno de España4. No obstante, luego de incansables esfuerzos del entonces gobierno del presidente de Chile, Eduardo Frei, cuyo argumento principal, fue que los tribunales europeos no tendrían jurisdicción sobre los casos en cuestión, el primer ministro británico Jack Straw envió la realización de exámenes médicos a Pinochet, cuyos resultados indicaron que éste no estaba en condiciones médicas para enfrentar un juicio. El 2 de marzo de 2000 el ex jefe castrense quedó en libertad y fue devuelto inmediatamente a Chile, donde se le vio bajar del avión en perfecto estado de salud. Los tribunales de justicia de nuestro país nunca juzgaron a Pinochet por los casos alegados en su extradición. Durante sus casi 100 años de vida, el ex general estuvo una sola vez cerca de la muerte. Esto fue el 7 de septiembre de 1987 cuando el Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR)5 intentó asesinarlo mientras éste se trasladaba a su residencia del Melocotón en el Cajón del Maipo. El resto de su existencia, a menos que siguiéramos las exageraciones de cada uno de los rumores de prensa, ocurrió sin importantes riesgos vitales. A la luz de todos estos antecedentes, la muerte de Pinochet, temprana, tardía o como fuera, sería de todos modos la muerte de nuestro gran dictador, y todos quienes lo habíamos vivido y teníamos conciencia de él, lo habíamos padecido y lo habíamos odiado, la estábamos esperando. O tal vez ya no la estábamos esperando, porque la espera se nos había hecho muy larga y ya se nos había diluido bastante; pero posiblemente (o de seguro) su muerte no nos sería indiferente. Porque en este país serían pocos a los que su fin nada les importaría. Porque también estaban los que lo amaban e iban a bombardearnos con su amor que nos sería repudiable oír durante días. Porque también estaría la prensa, que presumiblemente se portaría como quisiéramos que no lo hiciera. Porque estábamos esperando qué haría el Gobierno y justamente el Gobierno de la única presidenta que desde el principio de la democracia fue torturada por el régimen del mismo Pinochet (¿Se saldría un milímetro del libreto Michelle Bachelet, como nosotros tanto lo anhelaríamos? Seguro que no, todo estaba fríamente calculado). Razones me sobraban a mi y a los que yo sentía de mi lado (infantilmente de mi lado) para querer ver qué pasaría con esta muerte del más malo de los malos. Qué nos pasaría, qué íbamos a hacer cuándo llegara esa llamada, esa tan esperada llamada que como suele suceder con las tan esperadas llamadas, tanto demoran. “Se murió Pinocho, Pancha”. Tardó demasiados años en sonar el teléfono con esa voz diciéndome aquella frase. Hasta que al fin llegó.
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Memoria para obtener el título de Periodista
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URI: https://repositorio.uchile.cl/handle/2250/145609
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